Es el principio por el cual el arquitecto que diseña un edificio debe hacerlo basado en el propósito que va a tener ese edificio. Esta declaración es menos evidente de lo parece en principio, y es motivo de confusión y controversia dentro de la profesión, particularmente a la vista de la arquitectura moderna.
Los orígenes del
funcionalismo arquitectónico se pueden remontar a la tríada del arquitecto romano
Vitruvio, donde la “utilitas” (traducida también como “comodidad”, “confort”, o “utilidad”) va de la mano de “venustas” (belleza) y de “firmitas” (solidez) como una de las tres metas clásicas de la arquitectura.
En los primeros años del
siglo XX, el arquitecto de la
Escuela de Chicago Louis Sullivan popularizó el lema
la forma sigue siempre a la función para recoger su creencia de que el tamaño de un edificio, la masa, la distribución del espacio y otras características deben decidirse solamente por la función del edificio. Esto implica que si se satisfacen los aspectos funcionales, la belleza arquitectónica surgirá de forma natural.
Sin embargo, el credo de Sullivan es visto a menudo como irónico a la luz del extensivo uso que hace de intrincados ornamentos, en contra de la creencia común entre los arquitectos funcionalistas de que los ornamentos no tienen ninguna función. El credo tampoco aclara a que funciones se refiere. El arquitecto de un edificio de viviendas, por ejemplo, puede fácilmente estar en desacuerdo con los propietarios de las mismas sobre lo que el edificio debería parecer, y ambos también en desacuerdo con futuros arrendatarios. Sin embargo, “la forma sigue a la función” expresa una idea significativa y duradera.
La raíces de la
arquitectura moderna se basan en el trabajo del arquitecto franco-suizo
Le Corbusier y el alemán
Mies van der Rohe. Ambos fueron
funcionalistas por lo menos en el punto que sus edificios fueron radicales simplificaciones de estilos anteriores. En
1923 Mies van der Rohe trabajaba en la
Escuela de la Bauhaus (
Weimar, Alemania), y había comenzado su carrera de producir estructuras de simplificaciones radicales, y animadas por un amor al detalle que alcanzaron la meta de Sullivan de la belleza arquitectónica inherente. Es famoso el dicho de Corbusier “una casa es una máquina en la que vivir” en su libro
Vers une architecture publicado en 1923. Este libro fue, y todavía lo es, muy influyente, y los primeros trabajos que hizo, como la “Villa Savoye” en
Poissy,
Francia son tenidos como prototipos de funcionalismo.
A mediados de los años treinta, el funcionalismo comenzó a ser discutido como un acercamiento estético, más que como una cuestión de integridad de diseño. La idea del funcionalismo fue combinada con la carencia de ornamentación, que es una cuestión muy distinta. Se convirtió en un término peyorativo asociado a las formas más baldías y más brutales de cubrir un espacio, como formas baratas y comerciales de hacer edificios, usados finalmente.
En los años setenta, el preeminente e influyente arquitecto americano
Philip Johnson sostenía que la profesión no tiene ninguna responsabilidad funcional de ningún modo, y ésta es una de las opiniones que prevalecen hoy día. Johnson dijo
“No sé de dónde vienen las formas, pero no tienen nada que hacer con los aspectos funcionales o sociológicos de nuestra arquitectura”. La postura del arquitecto “postmoderno” Peter Eisenman se basa en un teórico usuario hostil y es incluso más extrema “No hago la función”. Los arquitectos más conocidos en occidente, como
Frank Gehry,
Steven Holl,
Richard Meier y
Ieoh Ming Pei, se ven a sí mismos sobre todo como artistas, con una cierta responsabilidad secundaria de hacer sus edificios funcionales para los clientes y/o los usuarios.
La discusión sobre el funcionalismo y la estética se enmarca a menudo como opciones mutuamente excluyentes, cuando de hecho hay arquitectos, como
Will Bruder,
James Polshek y
Ken Yeang que procuran satisfacer las tres metas de Vitruvio.